
No se habla de dinero
A la pregunta de cuánto sería lo que deberían ofrendar los cristianos, un misionero respondió: “No preguntemos cuánto deberíamos dar de nuestro dinero, sino más bien: ¿cuánto de todo lo que le pertenece a Dios nos atrevemos a usar para nosotros mismos?”
Este cambio de perspectiva puede resultar irritante para algunos de nosotros. O tal vez pensemos: “Una respuesta muy típica de un misionero”. O en el peor de los casos, quizás pensemos que es una estrategia para sacarnos dinero del bolsillo. Sin embargo, conozco personalmente al misionero que dijo estas palabras, y puedo testificar que vive modestamente, que su casa está siempre abierta a las visitas, y que viaja y trabaja incansablemente para anunciar el evangelio. Pero esto no es realmente lo que interesa.
El meollo de la cuestión es nuestro corazón: ¿cuál es nuestra relación con lo que poseemos y gastamos? ¿Estamos conscientes de que toda nuestra vida y nuestras pertenencias son de Dios? A los cristianos occidentales no nos gusta hablar de los bienes materiales —posiblemente porque tenemos muchos o demasiados de ellos.
“¿No hay que hablar de dinero?” Puede ser que sigamos esta regla como medida preventiva, para que nadie nos toque nuestras pertenencias, sin embargo, nuestro Señor Jesús ve esto de una manera diferente. En los Evangelios, ¡casi se habla más del dinero y del dios Mamón, o sea, de las riquezas, que del cielo y del infierno! A nosotros nos parece profano hablar de dinero, pero nuestro Señor, Dios y Salvador, no lo considera así. En Mateo 6:24, nos advierte que ninguno puede servir a dos señores, a Dios y a Mamón.
Nadie aquí en la Tierra ha vivido tan enfocado hacia lo eterno como Cristo y, justamente por eso, habló tanto del dinero y de las posesiones, porque conoce muy bien nuestros corazones. Él ve exactamente cuán fácilmente nos atrapan los bienes terrenales y cuánto nos pueden alejar de lo eterno: “El afán de este siglo y el engaño de las riquezas ahogan la palabra, y se hace infructuosa”, dice en Mateo 13:22. A causa de nuestra inclinación egoísta, la relación que tenemos con los bienes materiales es justamente la que determina, también, nuestra relación con las cosas eternas. “El que confía en sus riquezas caerá; mas los justos reverdecerán como ramas”, dice Proverbios 11:28. Y en 1 Timoteo 6:18-19, Pablo advierte: “A los ricos de este siglo manda que no sean altivos, ni pongan la esperanza en las riquezas, las cuales son inciertas, sino en el Dios vivo, que nos da todas las cosas en abundancia para que las disfrutemos. Que hagan bien, que sean ricos en buenas obras, dadivosos, generosos; atesorando para sí buen fundamento para lo por venir, que echen mano de la vida eterna”. Pues el que ate su corazón a los tesoros terrenales y pasajeros, simplemente no está libre para recibir las riquezas celestiales e imperecederas. “Donde está vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón” (Lc. 12:32).
Porque esto es cierto, nos animamos a publicar en esta edición las desafiantes afirmaciones de un líder eclesiástico que denunció enérgicamente el amor propio y la avaricia de los hombres, exhortándolos a un cambio radical. Sabía muy bien de qué estaba hablando, pues él mismo provenía de una familia adinerada y renunció a toda su herencia para ayudar a los pobres y necesitados de su ciudad, independientemente de la fe que profesaban. También se destacó como fogoso predicador del evangelio y defensor de la fe, de manera que nadie lo puede acusar de haber representado solamente un “evangelio social”. En nuestra sociedad moderna, su actitud posiblemente se considere extrema o poco realista, sin embargo, nos da qué pensar. En esta edición también presentamos otros artículos en los cuales los autores se permiten poner el dedo en la llaga, cuestionando nuestra actitud de corazón y nuestras prioridades.
¿Por qué hacemos esto? Por tres razones:
Primero, porque realmente vivimos en el tiempo final. Pensemos tan solo en la descripción de los hombres de los postreros días, en 2 Timoteo 3:1-9, donde dice, entre otras características, que serán “amadores de sí mismos” y “avaros”, o en otras versiones: “egoístas” y “amantes del dinero”. Como mencionó en una ocasión nuestro colaborador Arno Froese, muchos se quejan de que nuestro mundo está cada vez peor, lo cual es cierto en el plano moral y espiritual, pero no en el plano material. A nivel mundial, para mucha gente la situación económica ha mejorado (comp. Mateo 24:37; Lucas 17:26). Este hecho, sin embargo, puede transformarse en una seducción del tiempo final. Nosotros, los cristianos de Occidente, necesitamos ser sacudidos, para despertarnos de nuestro sueño espiritual en medio del creciente bienestar material.
En segundo lugar: porque todo el oro y la plata del mundo no pueden llenarnos. Recién cuando vivamos nuestra vida tal como nuestro Creador y Dios la ha diseñado, nos elevaremos como las águilas y alcanzaremos la esfera de la verdadera felicidad. Solamente así, nosotros, que fuimos creados conforme a Su imagen, seremos verdaderamente felices (Filipenses 4:4-9).
Y en tercer lugar: porque Jesús viene pronto. Si Él ya estaba cerca en la época de los apóstoles (comp. lo que dice Apocalipsis 1:3), ¡cuánto más ahora! El que no hace depender su felicidad de los bienes terrenales y pone bien las prioridades, estará listo si el Señor se presentara hoy a su puerta. Teniendo esta actitud, podremos gozarnos y nos gozaremos con gozo inefable, como dice 1 Pedro 1:8: “Jesucristo, a quien amáis sin haberle visto, en quien creyendo, aunque ahora no lo veáis, os alegráis con gozo inefable y glorioso” (1 Pedro 1:8).
En este sentir, les saludo cordialmente con el deseo: ¡Maranata – ven, Señor nuestro!