
No me necesita, pero quiere tenerme junto a Él
Cuando leemos la Biblia, pasamos por alto muchas cosas. Recién las comprendemos cuando nos ponemos a estudiarlas más a fondo. Es que la Biblia no es solo un libro de lectura, sino de enseñanza: nos revela profundas verdades del Evangelio. Tomemos, como ejemplo, el misterio de la piedad, que encontramos en 1 Timoteo 3:16: “E indiscutiblemente, grande es el misterio de la piedad: Dios fue manifestado en carne, justificado en el Espíritu, visto de los ángeles, predicado a los gentiles, creído en el mundo, recibido arriba en gloria”.
En un pasaje paralelo, en la misma carta, leemos: “según el glorioso evangelio del Dios bendito, que a mí me ha sido encomendado”. Otra versión habla del “Dios bienaventurado”, diciendo: “Y esto es lo que enseña el glorioso evangelio que el Dios bienaventurado me ha encargado” (1 Ti. 1:11; dhh).
Dios es bendecido, o bienaventurado, en sí mismo, es decir, no es menos bienaventurado sin nosotros, y tampoco más bienaventurado con nosotros —en sí mismo tiene todo lo que necesita. Él es el que es, Dios Jehová, perfecto en todos los sentidos.
Si el Señor posee todo en sí mismo, ¿por qué entonces quiere tenernos junto a Él? Porque quiere incluirnos en Su bienaventuranza, hacernos partícipes de ella. Quiere hacer de nosotros hombres bienaventurados en Él. Para alcanzar esta meta, Dios hizo lo siguiente:
Fue manifestado en carne, es decir, el Señor Jesucristo nació como hombre. Al descender Él a la Tierra, nos hizo ascender a nosotros al Cielo.
Su vida y obra fueron confirmadas en todo momento por el Espíritu Santo, haciendo posible que los hombres recibieran al Espíritu Santo en el nuevo nacimiento.
Los ángeles lo observaban, se asombraban y le servían. En Cristo es manifestada a los ángeles, en nuestra dispensación, la multiforme sabiduría de Dios, ante la cual solo podemos postrarnos en adoración (Efesios 3:10).
Después de la ascensión de Cristo al cielo, su evangelio fue predicado entre las naciones. Nos alcanzó también a nosotros y nos llevó a la fe.
Fue creído en el mundo. Pensemos en las muchas iglesias que se han formado en las naciones, siendo también nosotros parte de esta multitud de creyentes.
Fue recibido arriba en gloria, con todas las honras divinas; y hoy la Iglesia está sentada con Cristo a la diestra de Dios Padre (Efesios 2:6).
El misterio consiste en la grandeza de la revelación de Jesucristo, fuente de salvación perfecta, por el cual Dios hace de nosotros hombres bienaventurados. Es a través de Jesús que tenemos acceso a la bienaventuranza del eterno Dios, que llegamos a ser partícipes de Su gloria. Constatamos entonces que al hombre sin Jesús le falta todo. El que no tiene al Hijo, carece de la bienaventuranza de Dios. No tiene ninguna relación con el Señor y, por lo tanto, tampoco con todo lo que Él es y quiere darnos. Tal persona lo pierde todo; está perdida. Por eso confesamos con el apóstol Pedro: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna” (Jn. 6:68).
No dejemos de orar por nuestro prójimo y de explicarles el Evangelio con amor. No dejemos de agradecerle a Dios de que, a pesar de que no nos necesita, quiere tenernos junto a Él. ¡Gracias a Jesús, quien lo hizo posible!