
La verdad a buen precio
Hacía mucho que la familia González no asistía a la iglesia. A pesar de eso protestaban cuando otros querían tildarlos de “nuevos paganos”. Ocurría que el señor González tenía un comercio y debía ser avivado si quería mantener a la familia a flote. Casi todas las veces que se proponían ir al culto de la iglesia, alguna cita importante se entrometía. A veces, tenían que admitir que también influía el desánimo.
Pero un día fue posible: los González lograron dejar de lado todas las cosas que evitaban que fueran a la iglesia. Después de todo Félix, su único hijo, había aprobado un difícil examen y querían darle las gracias a Dios.
Pero al ser alcanzados por la Palabra y no estar dispuestos a admitir lo que repentinamente les había quedado claro, después de la reunión, los González comenzaron a criticar el culto. En el camino de regreso a casa, el señor González consideró que el culto no le dio lo que él esperaba; a su parecer, el pastor no había predicado nada nuevo y solo dijo lo que cada persona podría leer por sí misma en la Biblia. Su esposa lo apoyó en la crítica y la extendió al organista. En su opinión, este había tocado demasiado rápido. No había podido seguirle el paso de las canciones y cuando lo intentaba se quedaba sin aliento.
Llegado un punto, Félix, cuyo examen exitoso había sido el motivo para ir a la iglesia, no pudo seguir escuchando las críticas. “Yo creo”, dijo Félix, “que el culto fue bueno, padre. Sobre todo fue económico: aunque pusiste una miserable suma de dinero en la canastita de la ofrendas, por una vez te dijeron la verdad. Normalmente, gastas miles de dólares por mes, y ninguno de los destinatarios llama a las cosas por su nombre”.