La tristeza que es según Dios

René Malgo

En Isaías 57:15, leemos una palabra maravillosa: “Así dijo el Alto y Sublime, el que habita la eternidad, y cuyo nombre es el Santo: Yo habito en la altura y la santidad, y con el quebrantado y humilde de espíritu, para hacer vivir el espíritu de los humildes, y para vivificar el corazón de los quebrantados”.

En el contexto de Isaías 57 y 58, este quebranto y esta humillación de espíritu tienen que ver con la “tristeza que es según Dios” (2 Corintios 7:10). Se trata de arrepentimiento.

El arrepentimiento no es autocompasión. Esta sería la “tristeza del mundo”, según el apóstol Pablo. El mundo se entristece cuando es descubierto o cuando se siente atacado, mal presentado o mal entendido. Esta tristeza no sirve para nada, solamente lleva a la muerte (así lo dice Pablo con palabras drásticas) porque no nos puede salvar. Esto no es arrepentimiento.

La “tristeza que es según Dios”, sin embargo, se resume en esta exclamación del salmista: “Contra ti, contra ti solo he pecado, y he hecho lo malo delante de tus ojos” (Sal. 51:4).

El arrepentimiento es un medio de la gracia. Sin la “tristeza que es según Dios”, no será posible llevar una vida plena y feliz. El apóstol Juan escribe: “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad” (1 Jn. 1:9). En primer lugar, Juan se dirige aquí a nosotros los creyentes. El medio del arrepentimiento nos fue dado a nosotros para nuestro bien. No hace falta recordar a Dios que pecamos; Él lo ve.

Imagínate la siguiente escena: no está a tu disposición el camino del arrepentimiento. En ningún lugar la Escritura dice que Dios habita con los quebrantados y humildes de espíritu. Nunca promete a los creyentes limpiarlos y perdonar todos sus pecados tan pronto como los confiesen. Si bien el evangelio sigue válido y el que cree en Jesucristo es salvo para toda la eternidad, Dios ya no da ninguna posibilidad de arrepentirse a los cristianos. Esta no es la idea de la vida cristiana. Seguimos llevando sobre nuestros hombros las cargas que hemos acumulado. Deseamos poder confesarlas y liberarnos de la presión y la culpa del pecado, pero la Biblia no nos invita a hacerlo, sino que solamente nos dice: “¡Estás en Cristo, vive conforme a ello!”. Fin de la discusión.

¡Gracias al Señor, que ese no es el caso! La Palabra de Dios nos invita a confesarnos y a dejarnos limpiar. El arrepentimiento es un medio de la gracia. Cuando el Espíritu Santo nos convence y nosotros nos derrumbamos delante de Dios, esto es gracia. Cuando estamos tristes por nuestros pecados y los confesamos ante Dios, esto es gracia. La “tristeza que es según Dios” tiene un efecto purificador. Es necesaria. Nuestro descontento, nuestra apatía y falta de energía y de motivación quizás no provienen de que oremos poco, leamos poco en la Biblia, no seamos activos en la iglesia o no hagamos suficientes buenas obras, sino de que hemos olvidado lo que significa arrepentirse.

Hemos olvidado el viento fresco del soplo del Espíritu, quien puede llenarnos cuando nos derrumbamos delante de Dios. Hemos olvidado lo que significa llorar por las cosas por las cuales Cristo derramó Su sangre y dejó que maltrataran Su cuerpo y le mataran. Hemos olvidado que Dios no habita con los que tienen todo bajo su control, sino que está con los quebrantados y humildes de espíritu.

Esta “tristeza que es según Dios” produce fruto bueno y genuino: “Porque he aquí, esto mismo de que hayáis sido contristados según Dios, ¡qué solicitud produjo en vosotros, qué defensa, qué indignación, qué temor, qué ardiente afecto, qué celo, y qué vindicación! En todo os habéis mostrado limpios en el asunto” (2 Co. 7:11). En otras palabras: nuestra actitud de arrepentimiento llevará a que ya no toleremos nuestros pecados, y en lugar de ello crezcamos espiritualmente.

“Amados, puesto que tenemos tales promesas, limpiémonos de toda contaminación de carne y de espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios” (2 Co. 7:1). Quizá esto sea exactamente lo que necesitamos en este tiempo. ¡Maranata, nuestro Señor viene!

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