
¡La Reforma tiene la culpa!
La sociedad occidental aparece dividida como nunca antes. La condición en la Iglesia no está mucho mejor. ¿Quién tiene la culpa? ¿Y qué podemos hacer contra eso?
En su libro sobre la Reforma, el historiador Diarmaid MacCulloch describe primero el tiempo antes de los cambios radicales de la Reforma. En un tono ya casi exaltado, describe cómo los creyentes sencillos caminan a través de la Europa Occidental católico-romana, adorando en piedad popular sencilla en los santuarios en el borde del camino, y cómo ellos, a todas partes adonde llegaban, encontraban la misma fe y las mismas prácticas de culto. La imagen que MacCulloch dibuja, que da la impresión de ser romántica, me causó desconcierto cuando lo leí la primera vez –entre otros también, porque el historiador no es católico y tampoco estaría de acuerdo con la iglesia medieval en cuanto a temas de moral sexual. Hoy entiendo mejor lo que él quiso decir.
Vivimos en una sociedad fragmentada, en la que son cada vez menos las personas que pueden ponerse de acuerdo entre ellos con respecto a temas básicos de la vida. El filósofo católico Alasdair MacIntyre observó que la inconsistencia hoy no está solamente entre las personas, sino que reina dentro del mismo ser humano. Él estudió decisiones del Tribunal Supremo de los Estados Unidos y constató que, detrás de varios de los veredictos había filosofías que se excluyen entre sí –¡a veces en una y la misma frase! El humano moderno se encuentra en guerra consigo mismo.
Las más diversas fracciones tratan de imponer por la fuerza su comprensión de lo políticamente correcto y de la justicia social, sin embargo, eso hace que los frentes en la sociedad solo se endurezcan cada vez más.
Con dedicación religiosa, muchos también se aferran a la lucha contra el cambio del clima. Alguien preguntó qué sucedería si el clima volvería a normalizarse. Un mundo, es más, toda su identidad, se les derrumbaría a los activistas del clima. La dedicación que demuestran en temas del clima, sin lugar a dudas es religiosa.
Y ese es el problema ante el que se encuentra el humano moderno: aun cuando desterramos a Dios de la sociedad, en nuestro interior seguimos siendo religiosos. Después de todo, dentro de nosotros se encuentra el ansia de vivir por algo más grande y más alto, y de estar unidos en eso. Por naturaleza, nosotros los humanos no estamos constantemente buscando contienda. Queremos armonía y paz. Añoramos la comunión, porque fuimos creados por un Dios de amor. Los desacuerdos nos desgastan. Prosperamos cuando podemos ser de una mente en la comunidad a la que pertenecemos. Y aún así, parece que somos impotentes contra la creciente fragmentación de la sociedad.
Quien es conservador, no puede obligarse a sí mismo a ser progresista –y al revés; por más que ambos lados traten de imponerse a los otros, a veces más, y a veces menos agresivamente. Según han demostrado convincentemente los científicos, los hechos rara vez cambian nuestra opinión. Eso mayormente pasa por las emociones. Es decir: el que argumenta más sentimentalmente, a menudo es el que gana. Es por eso que los cristianos de orientación tradicional en público no tienen ninguna posibilidad contra el movimiento LGBTIQ. Es que en las historias emocionales que cuenta la persona de pensamiento progresista, los cristianos que rechazan el amor entre personas del mismo sexo son los opresores, y las minorías sexuales como ellos se autodenominan “oprimidos”. ¡Y nadie que está en su sano juicio no quiere estar del lado de los oprimidos!
¿Qué debemos hacer? En las iglesias y en las congregaciones libres las cosas no están mucho mejores. Cada cristiano hoy en día puede confeccionar su fe a su propia voluntad. Todo lo que necesita para eso es una Biblia, quizás acceso a internet y algo de autoestima. En el cristianismo existen incontables denominaciones y corrientes religiosas; y un final de la fragmentación no está a la vista. Cada vez que en una iglesia evangélica alguien no está de acuerdo con el pastor, puede formar su propio grupito, o buscarse uno que le agrade más.
Los historiadores y los teólogos ahora, que con base en sus convicciones de fe, no están obligados a estar de acuerdo en todo con los reformadores, le dan la culpa de todo eso a la Reforma. Martín Lutero trajo la libertad de conciencia, y con eso también –aunque eso no fue su intención– le abrió la puerta al individualismo. Ahora –como les gusta decir a los católicos– cada persona que sabe leer, con la Biblia en mano es su propio Papa. (Calvino y Lutero, dicho sea de paso, lucharon contra eso con todo su poder; en la iglesia de Calvino, el estudio privado de la Biblia, es decir, sacar conclusiones propias de la Biblia, estaba prohibido.)
En la actualidad, muchos líderes de iglesia se lamentan con toda razón del individualismo. En eso posiblemente piensen en las ovejitas a su cuidado, que hacen lo suyo propio y no parecen identificarse con la interpretación de fe de la congregación. La ironía: estos líderes de iglesia a menudo también son individualistas; en el espíritu pionero ellos (o sus predecesores) en su tiempo fundaron o formaron una reunión según sus propias ideas, y ahora se asombran de que sus feligreses también tengan ideas propias.
Es un dilema del cual ya no salimos: la mayoría de los creyentes lamentan las incontables diferencias de opinión, las divisiones y contiendas existentes. Cada uno, en realidad, desea que haya un solo sentir, pero por favor, que corresponda a su propia convicción: a un calvinista le gustaría ser de un sentir con un pentecostal, si solo este se convencería de sus errores –y viceversa. ¿Qué debemos hacer? Algunos escriben cartas y artículos largos, y en los mismos, a los que piensan de manera diferente, les privan de la salvación, o por lo menos de su honestidad, conocimientos bíblicos, o conexión con el Espíritu Santo. Pero ese es un proceder que convence a pocos, y que tampoco sana las heridas y divisiones en la iglesia del Dios viviente, sino que solo las abre aún más.
En definitiva, no hay mucho que nosotros realmente podamos cambiar. Un teólogo argumentó que hoy vivimos en un tiempo en que las profecías lúgubres de 2 Timoteo 3 y 4 han alcanzado su punto culminante. Para eso, él no culpa tanto la Reforma, sino a internet: este nos ofrece tantos conceptos de la fe cristiana formulados de manera concluyente, pero excluyéndose entre sí, que ya ni podemos saber quién tiene la razón.
¿Dónde, entonces, encontramos la verdad completa? Ahí donde siempre pudo ser encontrada y donde siempre se le podrá hallar– aun cuando las tinieblas y la confusión sigan aumentando: en la persona de Jesucristo. “Yo soy el camino, la verdad y la vida”, dice Él. Su persona es la que nos da información sobre Dios el Padre (Jn. 1:18). Él es la sabiduría, la luz y el carácter de la doctrina sana. Y vida eterna es crecer en Su conocimiento y el conocimiento del Padre (Jn. 17:3). Ahí no se trata de conocimiento intelectual –porque entonces, ningún niño, ninguna persona intelectualmente minusválida y ningún analfabeta podría crecer en la fe. No, sino que se trata de la comunión con nuestro Señor en el Espíritu Santo. Para eso somos llamados (1 Co. 1:9).
El reloj no puede ser vuelto atrás. Nunca existió una era dorada de la Iglesia, a la que podríamos añorar con nostalgia. La Reforma era necesaria, porque de otro modo, Dios el Todopoderoso no la habría permitido. Solamente la “piedad popular” tampoco salva –por más hermosa y armónica que pueda ser– sino solamente una fe en Jesucristo vivida. Y una fe vivida, al fin y al cabo, es el morir del yo. “El que pierda su vida por causa de mí, la hallará” (Mt. 10:39).
Si diariamente tomamos nuestra cruz y nos cuidamos de tener el mismo ansia que tenía también Pablo, es decir reconocer al Señor en la comunión de Sus sufrimientos y llegar a ser iguales en Su muerte (Fil. 3:10ss), entonces también perderá importancia alrededor nuestro y dentro de nosotros, la oscuridad, el furor de las tormentas, la confusión y todo lo que no podemos clasificar, y somos guiados por el camino correcto por amor a Su nombre… hasta que diga: “Y alzando ellos los ojos, a nadie vieron sino a Jesús solo” (Mt. 17:8).
¡Maranata, nuestro Señor, ven!