La gloria indecible de la encarnación de Dios

Basilio de Cesarea († 379)

En Cristo “habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad” (Col. 2:9). Él es Dios la Palabra desde la eternidad (Jn. 1:1ss), “el Alfa y la Omega, el principio y el fin, el primero y el último” (Ap. 22:13), nuestro Señor, Salvador y Dios grande (Jn. 20:28; Tito 2:13), es más, Él es “el verdadero Dios, y la vida eterna” en persona (1 Jn. 5:20), la segunda persona de la deidad triuna (Mt. 28:19). Y eso hace tanto más inconcebible y sublime el hecho, que a través del nacimiento por la virgen María Él llegó a ser humano. Una alabanza de tiempos antiguos.

Tenemos que ser conscientes de lo mucho que el lenguaje se queda corto con respecto a la verdad. Si ya la mente no puede comprender la esencia de lo misterioso, cuanto menos entonces el lenguaje puede poner en palabras lo de alguna manera pensado.

Dios en la Tierra, Dios entre los humanos; no en el fuego y con el sonar de trompetas, en una montaña humeante o en la oscuridad y en la tormenta estremecedora y ensordecedora, donde Él da leyes, sino en aparición física, relacionándose con sus semejantes con gentileza y amabilidad. Dios en la carne; no efectivo desde grandes distancias como en los profetas, sino unido por una naturaleza consustancial a la humanidad, para de esta manera llevara a toda la humanidad de vuelta hacia Sí mismo a través de Su carne parecida a la nuestra (2 Co. 5:19).

¿Cómo fue entonces, nos preguntamos, que la gloria de ese Uno pasara a todos? ¿Cómo fue que la divinidad vino en carne? Fue como el fuego en el hierro –no a través de transformación, sino por medio de comunicación. Después de todo, el fuego no desaparece en el hierro, sino le comunica su fuerza a este, mientras se queda en el mismo lugar. El fuego tampoco disminuye a través de esta comunicación, sino que más bien llena totalmente a aquello que llega a estar en contacto con él. Del mismo modo Dios la Palabra tampoco salió de Sí mismo, y aún así Él vivía entre nosotros. “Y aquel Verbo fue hecho carne” (Jn. 1:14), sin sufrir una transformación. El cielo no perdió a Aquel que lo contiene (cp. Jn. 1:18), y aún así, la tierra recibió al Celestial en su seno. En todo esto no deberíamos pensar en un rebajarse de la divinidad, ya que la misma no se mueve como un cuerpo de un lugar a otro. Tampoco deberíamos presumir que la divinidad habría cambiado al transformarse en carne, porque el Inmortal es inmutable (Mal. 3:6).

Pero nos preguntamos, ¿no es que Dios la Palabra fue llenado de debilidad física? A eso respondemos: eso no sucedió, de la misma manera como el fuego no es tocado por las características del hierro. Este es negro y frío, pero cuando es calentado por el fuego toma la forma del fuego y se pone incandescente, sin que este hierro haga que el fuego se ponga negro. Y chisporotea, sin que la llama misma se enfríe. Del mismo modo la carne humana del Señor participó de la divinidad, sin que la divinidad participara de su debilidad. ¿O acaso dudamos que la divinidad actúe de la misma forma que el fuego visible? ¿O será que en nuestra debilidad humana nos estemos figurando que Él que es incapaz de sufrir podría sufrir? ¿No sabemos que la naturaleza corruptible a través de su unión con Dios llega a la incorruptibilidad? ¡Prestemos atención a este misterio!

Por esta razón Dios apareció en carne, para matar a la muerte escondida en la misma (Lc. 1:78-79; He. 2:14; Ap. 1:18). Cuando una medicina como antídoto se une con el cuerpo, retarda el proceso de descomposición. Y cuando se lleva luz a una casa, desaparace de ella la oscuridad. Del mismo modo la muerte que reina en la naturaleza humana ha sido ahuyentada por la presencia de la divinidad. Mientras haya noche y sombra, reina el hielo en el agua, pero se derrite bajo los rayos del sol que lo calientan. Así es como reinó la muerte hasta la llegada de Cristo; pero cuando apareció la gracia salvadora de Dios (Tito 2:11) y salió el Sol de la justicia (Mal. 4:2), la muerte fue sorbida en victoria (cp. 1 Co. 15:54), ya que no pudo soportar la presencia de la vida verdadera. […]

Dios es el Señor, y Él se nos apareció (cp. Tito 3:4); no en la forma de Dios (Fil. 2:6) para no espantar a lo débil, sino en la forma de siervo (Fil. 2:7) para llevar lo esclavizado a la libertad (Lc. 4:18). ¿Quién estaría tan somnoliento, quien tan de­sagradecido, que no se alegraría, que no se regocijaría y estaría alegre en el día de hoy. La celebración es común en toda la creación: el cielo le fue obsequiado al mundo, los arcángeles les fueron enviados a Zacarías y a María, y los coros de los ángeles se formaron para cantar: “Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres” (Lc. 2:14).

Las estrellas corren libremente por el cielo (Mt. 2:9); magos vienen de la tierra de los gentiles (Mt. 2:1); la tierra lo recibe en una cueva (cp. Lc. 2:7) –nadie se mantiene indiferente, nadie sin agradecimiento. ¡Dejemos oír también una palabra de júbilo! […] Queremos celebrar la fiesta de la salvación del mundo, el día del nacimiento de la humanidad. Hoy fue quitado el castigo de Adán. Ya no dice: “Polvo eres, y al polvo volverás” (Gn. 3:19), sino que, unido al Celestial, serás recibido en el cielo (Ef. 2:6). Ya no se escuchará: “Con dolor darás a luz los hijos” (Gn. 3:16), porque bienaventurada la que dio a luz al Emanuel, y bienaventurados los senos que lo alimentaron (Lucas 11:27). “Porque un niño nos es nacido, hijo nos es dado, y el principado sobre su hombro” (Is. 9:6). Mi corazón hierve de alegría y brota mi espíritu (Sal. 45:2), pero demasiado débil es mi lengua, demasiado impotente mi hablar para proclamar la grandeza de mi gozo.

¡Imaginémonos la encarnación de nuestro Señor y Dios de manera digna! Miremos la divinidad sin mancha, sin mácula, aún cuando ahora more en la naturaleza terrenal. Ella sana la dolencia, sin ella misma ser contagiada por la dolencia. ¿No vemos que nuestro sol también brilla sobre el excremento, sin contaminarse él mismo, y que ilumina lo sucio, sin él mismo tomar el olor desagradable? De lo contrario, el sol seca los jugos venenosos sobre los que brilla por mucho tiempo. […] Es por eso que Él nació, para que nosotros, a través del parentesco con Él fueramos purificados (cp Ef 1:4; 5:26). Por eso creció, para que llegáramos a ser Suyos (cp 1 Co 6:15).

¡Oh profundidad de la bondad y del amor de Dios a los humanos! Por la demasía del obsequio no le creemos al bienhechor. Por la gran amabilidad del Señor hacia los humanos Le negamos el servicio. ¡Oh desagradecimiento necio y malicioso! […] ¡Unámonos a aquellos que con gozo recibieron al Señor que vino desde el cielo! Pensemos en los pastores iluminados (Lc. 2:15, 20), en los profetas-sacerdotes (Lc. 1:67-79; 2:25-32), en las mujeres gozosas, es decir en María cuando Gabriel la exhortó a alegrarse (Lc. 1:28), y en Elisabet, embarazada con Juan quien saltó de alegría en su vientre (Lc. 1:44). Ana proclamó un mensaje gozoso (Lc. 2:38), Simeón tomó al niño en sus brazos (Lc. 2:25-32), y ambos adoraron en el pequeño niño al Dios grande. Ellos no se irritaron con el niño que vieron, sino que alabaron la gloria de Su divinidad.

Como una luz a través de paneles de vidrio brilló el poder divino a través del cuerpo humano [del Señor], iluminando a aquellos que habían mantenido puros los ojos de su corazón. Que podamos ser contados entre estos, y “mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor” (2 Co. 3:18) –por medio de la gracia y la bondad hacia los humanos de nuestro Señor Jesucristo, a quien sea la honra y el dominio de eternidad en eternidad. Amén.

Extracto acortado y lingüísticamente adaptado de las prédicas escogidas de Basilio de Cesarea, “Sobre el santo nacimiento de Cristo” 2; 6, Biblioteca de los Patriarcas, unifr.ch/bkv; puesto a disposición por el Dr. Gregor Emmenegger, Departamento para Patrística e Historia Eclesiástica.

ContáctenosQuienes somosPrivacidad y seguridad