Ira y pánico, ¿la gran característica de los discípulos de Jesús?

René Malgo

El «misterio de la anarquía», según pareciera, está aumentando demasiado en nuestra sociedad. Algunos cristianos reaccionan a eso con ira, miedo y pánico. Pero existe un camino mejor.  

Quien se pone una mascarilla es como el que niega la fe y acepta el número 666. A esta conclusión drástica llegó un pastor estadounidense de Montana en vista de la obligación de usar cubre bocas, que las autoridades han decretado a causa del coronavirus. Millones leen sus pensamientos en internet. Lo que él dice llega a tener una propagación mucho mayor que aquello que proclaman los supuestos portavoces y superiores evangélicas estadounidenses. El miedo hace la ronda, y con él sus hermanos pánico e ira. Twitter está lleno de eso. Y con regularidad, recibo circulares que denuncian a la sociedad y a la iglesia, que son cada vez más impías, y que advierten de todo lo que se nos viene y contra lo que debemos escudarnos. Muchas conclusiones, acerca de los acontecimientos del tiempo a las que llegan los creyentes, son justificadas. En esta revista, ya he advertido de un posible tiempo de persecución. Pero aún así, cuando leí las muchas cartas apremiantes, mayormente por correo electrónico, cuando en Twitter y en los blogs seguí las discusiones entre cristianos de derecha y todos los demás, me parecía estar mirando en un espejo. Y lo que vi, no me gustó. 

«Espejito, espejito, ¿quién es la más hermosa de todas?» –¡Yo no! El bombardeo continuo de mis compañeros cristianos me molestó, a pesar de que mayormente, en cuanto al tema mismo, les daría la razón. Pero el tono, a menudo estridente, y la indignación (ya sea consciente o inconsciente) frente a todos los que son diferentes a nosotros, era y es agotador. Eran muy candentes, ¿pero dónde está la luz? Nuestro Señor Jesús dice: «En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros» (Jn. 13:35). Pido que el lector benévolo me perdone esta observación: pero al observar la avalancha de textos que pasan por la red mundial en el nombre de Jesucristo, más bien parece que deberíamos realizar una corrección triste: «En esto conocerán todo que sois mis discípulos, si propagáis pánico, ira y temor entre vosotros.» 

El espejo que pusieron delante de mí mis hermanos en Cristo, sinceros sin lugar a duda, me condenó: ¿quiero ser percibido en la opinión pública como una persona que representa miedo y terror? Si ya a mí me molesta la desesperación de aquellos con los que en realidad estoy de acuerdo, ¿qué les sucederá a aquellos que lo ven diferente, o los que aún están perdidos y que se ven sobrecargados con el vocabulario religioso? ¿Los que ya solo pueden entender: «Estos cristianos me odian y me desprecian a mí y a todo lo que me es importante» –aun cuando no es eso lo que se quiere decir?

El negocio con el miedo marcha muy bien. El que más grita y más se mete donde no debe, si bien es despreciado por la «élite» del mundo cristiano, llega a tener muchos seguidores, fans, lectores y miembros. Es comprensible. El ser humano normal en la calle está cansado de la idealización, de mentiras, mentiras y más mentiras. Si entonces viene uno que no tiene pelos en la lengua y dice las cosas tal «como son», se le unen muchos como sedientos en el desierto, que por fin han hallado un pozo de agua que no está envenenado o tapado con escombros. Pero aún así… ¿Por qué el Dios, a quien dicen representar, obra más como Némesis, la diosa griega de la ira y la venganza, y no como el Padre que con añoranza espera al hijo pródigo, y corre a su encuentro cuando lo ve regresar lleno de arrepentimiento? 

Por esta razón me propuse algo… algo que me gustaría compartir en este lugar: ya no quiero tratar con la oscuridad, sino con la luz. No quiero romperme la cabeza sobre aquello que desata las pasiones malas en mí, es decir ira, furia, miedo, griterío y pánico, sino que quiero reflexionar sobre aquello que es verdadero, bueno y lindo, es decir todo lo que se encuentra en Jesucristo mismo. Puede que los amonestadores digan que sea necesario señalar lo mucho que están aumentando la injusticia y la maldad en la sociedad, pero yo quiero decir con Gregorio Magno (el obispo de Roma, que aun Calvino apreció): «La verdadera justicia no siente indignación hacia los pecadores, sino compasión». 

Nosotros los cristianos muy rápidamente podemos perdernos en teorías y especulaciones. Advertimos de los gobiernos y de las religiones de unidad mundial. Usamos mal el libro del Apocalipsis para nuestras opiniones y pronósticos políticos. Nos perdemos en las ideas más complicadas sobre el tiempo del fin, y al hacerlo, perdemos de vista lo esencial: a Jesús, quien murió por la salvación del mundo entero y quien pronto volverá. «Por tanto, ¡alentaos [no instigaos] los unos a los otros con estas palabras!» El pánico, la ira y el temor no fueron propagados por los apóstoles en sus cartas. 

En el mundo conocido por los apóstoles, ya existían un gobierno de unidad mundial romano y algo así como una religión de unidad griego-romana. Y aun así, ni Pedro ni Pablo o Juan escribieron cartas larguísimas, para desglosar hasta el último detalle el «misterio de la iniquidad» (cp. 2 Ts. 2:7). Todo lo contrario, la actitud de ellos era bastante tranquila, tanto que los amonestadores de nuestros días podrían acusar a los apóstoles, si escribieran hoy, de una ingenuidad de poco mundo. Los apóstoles les escribían a los cristianos, que debían someterse a las autoridades (¡del gobierno de unidad mundial romano!), y que debían orar por ellas para que pudieran llevar una vida tranquila y reposada en toda respetabilidad y piedad. En cuanto les era posible a los cristianos, debían vivir en paz con todas las personas y hacer ver a todos su mansedumbre. Y cuando las autoridades entonces tomaran la espada para perseguir a los cristianos, ellos debían alegrarse por ser tomados de dignos para sufrir por causa de su Señor. 

Sí, este es un desafío grande, y no me tomo la libertad de pensar que yo mismo habría interiorizado esta actitud profundamente espiritual. 

Eso no quiere decir que los apóstoles no hayan hablado de los tiempos malos. Lo hicieron, pero eso iba junto a llamados tales como: ¡No se dejen enloquecer! ¡Eviten las habladurías inútiles! ¡Jesús es el victorioso! ¡Sean fieles, ahora más que nunca! Lo que es muy citado, son las palabras sombrías del Apóstol Pablo sobre los tiempos terribles de los últimos días en 2 Timoteo 3:1-8. Leemos su profecía y exclamamos: «¡Así es en la actualidad!». Pero de tanto pánico por el mundo, que hace mucho tiempo atrás fue vencido por Cristo, olvidamos seguir leyendo, porque en el versículo 9, Pablo dice sobre los malos: «mas no irán más adelante», o dicho de otra manera: «tendrán poco éxito». Las puertas del infierno realmente no pueden vencer a la iglesia del Dios vivo. 

Por eso quiero dejarme cambiar y renovar en mi manera de pensar, como Pablo lo expresa. Por la salvación de mi alma ya no quiero poner mi atención en aquello, que de todos modos no puedo controlar o saber, sino en lo que hace que el amor de Dios sea grande frente a todos los humanos. ¡Eso, justamente, es lo que necesita la sociedad atormentada!

En Sus bienaventuranzas, nuestro Señor no dice: «¡Bienaventurados aquellos que decodifican el misterio de la iniquidad y están al tanto en cuanto a toda la maldad, porque de ellos es el reino de los cielos!». No: el reino de los cielos se lo promete a los humildes, a las almas sencillas y servidoras, a aquellos que son pobres espiritualmente, es decir, pobres delante de Dios (Mt. 5:3). Existe una oración cristiana antigua que le es adjudicada al gran misionero Patrick de Irlanda. En ella, él le pide a Dios, que lo guarde del conocimiento que profana. Eso lo considero notable, y es una actitud mucho más sana para nuestra alma. No necesitamos saber tanto sobre las tinieblas, porque justamente eso nos puede profanar y hacer que el amor en nosotros se enfríe. Simplemente tenemos que amar a Dios y a nuestro prójimo. Porque el amor «todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta» (2 Co. 13:7). 

Pablo nos dice que nos vistamos de «entrañable misericordia» (Col. 3:12). La compasión no solo debe ser parte de nosotros, sino que nos debe envolver. Eso debe ser tan visible en nosotros como nuestra vestimenta. Me temo, que a menudo queremos ser como Cristo, pero como cuando Él limpiaba el templo con el látigo. Esta historia nos gusta. Pero olvidamos todas las demás narraciones en los evangelios, en los que Jesús tuvo misericordia con prostitutas, cobradores de impuestos, adúlteras, pecadores y el pueblo sencillo. Su reacción habitual a la gente a Su alrededor era, lo que Él les dijo a Sus discípulos: «Tengo compasión de la gente» (Mt. 15:32). ¿Qué sentimos nosotros, cuando miramos hacia afuera y vemos este mundo? ¿Compasión, misericordia y amor, o enojo, temor y pánico? 

Cuando Pablo, en Efesios 5:1-2, nos exhorta a ser imitadores de Dios, no quiere decir con eso: conviértanse en jueces santos y justos como Dios, y muestren a la sociedad lo que se debe hacer. No, sino que dice: «Andad en amor, como también Cristo nos amó, y se entregó a sí mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios en olor fragante».

En esto es que debemos imitar a nuestro Dios. «El Señor es misericordioso y compasivo» (Stg. 5:11). Esta actitud es la que debe haber entre nosotros (Fil. 2). Cristo nos exhorta sin rodeos, diciendo: «Sed, pues, misericordiosos, como también vuestro Padre es misericordioso» (Lc. 6:36). Eso es importante. Cuando queremos demostrar ser hijos verdaderos de Dios, nuestro Padre en el cielo, no somos llamados a imitar Su omnipotencia santa, Su omnisciencia santa, Su soberanía o Su ira santa, cosas que ni siquiera podemos imitar. Sino que somos llamados a imitar Su misericordia, bondad y amor sagrados. Eso podemos y debemos hacerlo por medio del Espíritu Santo de amor que está en nosotros. Y con eso, a mi parecer, obviamos toda discusión en cuanto a lo que deberíamos considerar como punto esencial en un mundo impío. Porque, como lo dijo Gregorio Magno: «La justicia falsa no tiene compasión, sino indignación». 

Por eso me animo a dar el pronóstico de que la justicia y la santidad verdaderas no las encontramos donde se grita más fuerte, se propaga más temor y terror, y donde se especula más intensamente sobre el «misterio de la iniquidad», sino donde se practica más compasión. La misericordia es la bondad hecha visible. La misericordia es la hermosura del cielo en la práctica. La misericordia es la confirmación del mandamiento más importante en verdad: amar a Dios de todo corazón y amar a su prójimo como a sí mismo. 

Dios dice: «Misericordia quiero» (Mt. 9:13; cp. Os. 6:6). Y nosotros debemos ir y aprender lo que significa eso, dice nuestro Señor Jesús. Con eso tendríamos suficiente que hacer por el resto de nuestra vida, y tampoco tendríamos que vernos obligados a ocuparnos con el conocimiento que profana. Eso me lo quiero proponer y lo quiero escoger para mí mismo. Ya no la oscuridad, sino la luz. Porque «el perfecto amor echa fuera el temor» (1 Jn. 4:18) – en todo sentido. 

«La justicia verdadera no tiene ninguna indignación frente a los pecadores, sino compasión.» ¡Maranata, nuestro Señor, ven!

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