
¿Evangelio de la prosperidad o la dura realidad?
Un gran ejemplo para los creyentes es Pablo. ¿Quién no quisiera ser como él? Sin embargo, lo que caracterizaba su vida no era, por ejemplo, comodidad, sino sufrimiento. Lo que eso puede significar para nosotros.
Pablo es algo así como un prototipo de la Iglesia, a la que sirvió con el evangelio de la gracia completa que le fue dado por Dios (Hch. 20:24). En cuanto a esto, él explicó: «Pero por esto fui recibido a misericordia, para que Jesucristo mostrase en mí el primero toda su clemencia, para ejemplo de los que habrían de creer en él para vida eterna» (1 Ti. 1:16).
Su conversión, la misericordia de Dios que él recibió, llegó a ser ejemplo para aquellos que en tiempos futuros llegarían a la fe en Jesucristo: por la sola gracia, sin obras. Pablo, en su propio cuerpo, sin embargo, representaba no solo la gracia completa, sino también el sufrimiento en que se encuentra la Iglesia. Repetidamente, exhorta a los creyentes, diciendo: «Por tanto, os ruego que me imitéis» (1 Co. 4:16).
Sería fabuloso tener el cargo del apóstol Pablo. Ser llamado como él, tan famoso, tan eficaz y con tanto fruto como lo fue él. Después de todo está en nuestra sangre, querer representar algo. Pero, ¿qué era él? Decía de sí mismo y de sus colaboradores: «Así, pues, téngannos los hombres por servidores de Cristo…» (1 Co. 4:1). Pablo se veía a sí mismo como siervo de sus prójimos, y por eso, se describía como uno que se encontraba en tribulación, angustia del corazón y lágrimas (2 Co. 2:4). Él estaba dispuesto a cualquier sacrificio y a ser sacrificado él mismo (2 Co. 12:15). Él se presentaba como alguien que en todo tiempo llevaba la muerte de Jesús (2 Co. 4:10). Pero no como alguien que está en las primeras filas, sino entre los últimos, los marcados por la muerte, como espectáculo tanto para los ángeles como también para los humanos (1 Co. 4:9). Al decir eso, quizá pensaba en los gladiadores en las arenas, que constantemente eran marcados por la muerte, siendo espectáculo para el público. El sufrimiento de los cristianos le sirve a su entorno e incluso a los ángeles, como espectáculo, recordando tan solo el sufrimiento de Job. Quien vence aquí y se mantiene firme en la fe, glorifica a Dios, y eso no quedará sin premio.
Pablo trabajaba con sus propias manos por el sustento suyo y de sus acompañantes (Hch. 20:33-34; 1 Co. 4:12). Las cosas no le llovían así nomás, como el maná del cielo. Cuatro veces Pablo sufrió naufragio, tres veces fue azotado con varas, una vez fue apedreado (2 Co. 11:25). Constantemente él y sus colaboradores eran acosados. Sufrían hambre y sed, eran golpeados con puños, no tenían un lugar fijo dónde vivir. Ellos eran la inmundicia del mundo y la escoria de todos (1 Co. 4:11-13). Al final veía cómo su vida era vertida como un sacrificio de libación. Casi todos lo habían abandonado, y pronto tendría que poner su cabeza sobre el bloque, y le sería cortada (2 Ti. 4:6). «¿Dónde está Dios ahora?», podría haber preguntado, pero nunca salió una acusación de sus labios. Pablo miraba más allá, más allá del horizonte de la vida terrenal a la realidad eterna.
Ante este trasfondo fue que exhortó a la Iglesia de ser su imitador, así como él era imitador de Cristo (1 Co. 11:1). Como ya se mencionó, Pablo con su vida, en cierto sentido, personificaba a la Iglesia, con la gracia recibida, en la fe y en el sufrimiento. Y como tal, no ofrecía a la Iglesia en esta tierra tiempos gloriosos, sino dificultades y tribulación, sufrimiento y humillación, lucha y dolores. Él no predicó un evangelio de prosperidad, sino de dura realidad. Si lo sabemos, lo tomamos en consideración y lo tenemos en cuenta, ya no tendremos que dudar y quedar inseguros cuando pasamos sufrimiento. El sufrimiento no es un castigo de Dios, no tiene nada que ver con falta de fe, y no debemos pensar: «¿Cómo es posible que Dios permita esto, si yo me entregué totalmente a Él?». El sufrimiento sencillamente es parte de la vida cristiana.
Pablo siempre orientó a la Iglesia hacia el futuro, hacia el cielo. Recién al final le espera a esta la gloria que con su brillo eclipsará todo. Y también de eso Pablo tiene algo que decir: «Pues tengo por cierto que las aflicciones del tiempo presente no son comparables con la gloria venidera que en nosotros ha de manifestarse» (Ro. 8:18). Y: «Porque esta leve tribulación momentánea produce en nosotros un cada vez más excelente y eterno peso de gloria» (2 Co. 4:17).