El reino de Dios

Fredy Winkler

Es interesante que la expresión reino de Dios no aparezca en el Antiguo Testamento, pero sí con mucha frecuencia en el Nuevo, ocupando un lugar central, especialmente en los Evangelios. El mensaje de Jesús –y antes de él, el de Juan el Bautista– ha sido muchas veces denominado el evangelio del reino de Dios.

El reino de Dios era un tema de mucha importancia para el judaísmo de aquel entonces, a pesar de que predominaban ideas al respecto por completo equivocadas. Podemos apreciarlo en el encuentro de Cristo con Nicodemo (Jn. 3). En este pasaje, el Señor Jesús enfatiza que el reino de Dios tiene dimensiones espirituales y que entrar a él solo es posible a través de un nuevo nacimiento espiritual, algo muy difícil de entender para Nicodemo.

El Antiguo Testamento describe el reino de Dios como un imperio mundial. Existen diferentes alusiones a este en los Salmos, como es el ejemplo del Salmo 72; también en el libro de Daniel se menciona varias veces el reino de Dios (4:35; 7:14, 18, 22, 27).

El judaísmo, sin embargo, tenía en general una comprensión limitada del reino de Dios, ligada al Estado nación judío-israelí. Los discípulos no eran la excepción en cuanto a esto. Incluso, después de la crucifixión y resurrección del Señor Jesús, justo antes de su ascensión, su pregunta más urgente era: “Señor, ¿restaurarás el reino a Israel en este tiempo?” (Hch. 1:6).

Para los apóstoles, la redención nacional de Israel seguía siendo lo más urgente. Entonces Jesús, con delicadeza, los dirigió desde su inquietud hacia lo que en verdad importaba en ese momento, es decir, el llamado a ser sus testigos hasta lo último de la Tierra. El reino de Dios sería un reino universal que incluiría a todas las naciones y reinos de este mundo.

Debido a su mentalidad formada por el judaísmo, parecía imposible para los apóstoles ejecutar la Gran Comisión. Sus ideas religiosas los limitaban y obstaculizaban. Dios mismo tuvo que intervenir en la vida de Pedro por medio de “la visión de los animales impuros”, con el fin de disponer su corazón a acompañar a los mensajeros del centurión romano Cornelio a su casa. Al llegar allí, dijo: “Vosotros sabéis cuán abominable es para un varón judío juntarse o acercarse a un extranjero; pero a mí me ha mostrado Dios que a ningún hombre llame común o inmundo” (Hch. 10:28).

A pesar de la extraordinaria lección que Dios enseñó a Pedro, tanto él como los demás apóstoles todavía no actuaban con la misma libertad que luego tendría el apóstol Pablo, el apóstol entre los gentiles.

Sin embargo, los prejuicios de los judíos contra los cristianos de las demás naciones seguían existiendo en forma latente. En especial, quienes venían de los fariseos no podían librarse de la idea de que los no judíos debían convertirse primero al judaísmo. Por esta razón, exigían que se circuncidaran. Pablo viajó a Jerusalén para aclarar de una vez por todas estos asuntos. Suscitaron acaloradas discusiones, hasta que Pedro, poniéndose de pie, se refirió a lo sucedido en la casa de Cornelio, diciendo que Dios no hacía diferencia entre los creyentes judíos y no judíos después de haber purificado sus corazones por la fe (Hechos 15:9).

En la actualidad, seguimos encontrándonos con hermanos en la fe que piensan que las distinciones externas, como la circuncisión, son importantes. Con esta actitud causan confusión. Pablo entendió el poder destructivo que albergaba esta discusión. Por ese motivo, hizo todo lo posible para esclarecer el problema.

En Gálatas 3, el apóstol lucha por encontrar las palabras adecuadas para exponer esta cuestión con toda claridad; luego escribe: “Ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (v. 28).

El requisito para participar del futuro reino de Dios y de Cristo no tiene que ver con la cualidad externa, nacional u otra, sino con el nuevo nacimiento por el Espíritu de Dios.

 

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